El regreso

Autor: David Barbero

El abrazo inicial, que deberá producirse nada más abrir la puerta, ocupaba desde hace unos días casi con exclusividad mi imaginación gráfica. El hecho de que Teresa fuera unos centímetros más baja que yo favorecía el contacto. También ayudaba la práctica que teníamos ambos. Nos habíamos besado tantas veces en esa postura, antes y después de vivir juntos, que cada uno de los miembros, los músculos y los huesos de nuestros cuerpos tenían ya forma complementaria y se acoplaban perfectamente.

Mientras aceleraba el motor del coche para llegar pronto a casa, se iban despejando las dudas sobre la conveniencia de ese cursillo tan especializado para economistas de élite. Aunque las diez semanas me habían parecido eternas, ahora podría lograr un a buena colocación y un mejor sueldo como merecen Teresa, y los pequeños Luisa y Juan, mi única familia en la actualidad, tras la muerte de mi madre. Inmediatamente me reproché, por sentimental, el pensamiento de que ellos eran lo único que tenía, y volví a acelerar.

Debía decidir dónde tendría lugar el abrazo. Sin duda, podrían producirse muchas circunstancias imprevistas, y sería imposible controlarlo todo. Sin embargo, yo era lo suficientemente hábil para provocarlo dónde más me apeteciera. Podía llamar al timbre, y así provocaría la sorpresa y el abrazo inmediato, fundiéndonos y besándonos en el descansillo de la escalera sin llegar siquiera a cerrar la puerta. Podía también entrar sigilosamente, abriendo la puerta sin hacer ningún ruido, y sorprender a Teresa. Este encuentro a traición provocaría un abrazo menos ortodoxo y más precipitado. Tendría el atractivo añadido de poder recomponerlo. Esto sería más emocionante.

En ese momento, me vino un reproche por acordarme poco de mis hijos. Como compensación me impuse el castigo de calcular sus edades con toda exactitud, Hoy es veinte de noviembre. Luisa nació el catorce de junio, el día en que yo me rompí el brazo, por lo que no pude asistir al parto. Tiene, por lo tanto, tres años cinco meses y seis días. Juan nació casi dos años más tarde, el veinticuatro de marzo. Le faltan cuatro días para cumplir un año y ocho meses. Podía calcular incluso las horas. Luisa nació casi a las cinco en punto de la tarde. Había que añadir tres horas y media. A Juan, hay que descontarle media hora porque nació a las nueve. Sentí relajación interior por haber reparado aquel olvido. Realmente, los idolatraba a los dos. Estaba impaciente por jugar con ellos tirados en las alfombras, ante las protestas de Teresa porque desordenábamos todo.

Miré el reloj. Debía lograr que no marcara las nueve y cuarto cuando sacara la llave de contacto y dejara el motor bloqueado. Aceleré de nuevo. A esa hora, Luisa y Juan ya se habrían dormido. Teresa estaría terminado de cenar. Seguro que era una cena fría y también solitaria. Se la habría preparado en una bandeja y estaría sentada, más bien tumbada, en el sofá, con la televisión girada para tener la pantalla más paralela.

Lo había logrado. Nueve y diez. Allí tenía mi casa. Calle Sendeja, número 5. Las ventanas dejaban ver la luz eléctrica. Había logrado aparcar junto a la ría, enfrente del portal. Todo estaba igual. El reloj del ayuntamiento continuaba un poco atrasado. La basura seguía desbordando el contenedor. Me coloqué bien el cuello de la camisa y estiré las mangas de mi chaqueta. No di importancia al olor a sudor que salía de mi cuerpo y comencé a andar. Entraría sin previo aviso y sin hacer ningún ruido. Era mejor provocar la sorpresa. El abrazo sería más apasionado.

Hasta tres veces intenté introducir la llave en la cerradura de la puerta de la calle. No entraba. Habrían cambiado de cerradura. Vive gente tan bruta en esta casa que la habrían roto otra vez. De todos modos, comprobé si lo estaba intentando con la llave adecuada. Sí. Era la llave de la puerta exterior.

No llamé por el portero automático a Teresa. No quería descubrir mi presencia. Tenía que pillarla por sorpresa.

-Me abre, por favor. He olvidado la llave.

La señora del primer piso no puso ninguna dificultad, ni trató de obtener más datos sobre mi identidad. A través del portero automático no se perciben bien las voces, pero juraría que era doña Magdalena, la señora gordita, siempre teñida de rubia, que vive con la familia de su hijo.

Allí estaba el viejo ascensor con la puerta sin pintar. Como siempre, había quedado parado en uno de los pisos altos. Afortunadamente no había posibilidad de cambiar la cerradura. Apreté el botón, e inmediatamente comenzaron a encenderse los números en sentido descendente. Recordé las últimas recomendaciones para no hacer ningún ruido en la puerta del piso, y llegar al salón, por detrás, con el fin de que Teresa no se diera cuenta de mi llegada.

¡No! No podían haber cambiado también la cerradura del piso. Se venía todo el plan abajo. Ahora tenía que llamar al timbre y se destrozaría la sorpresa. ¡ No podía ser ! ¿ Me habría equivocado de llave ? No. Era esa. No había ninguna duda. Lo intenté de nuevo. Definitivamente no entraba la llave. Era inútil. La fuerza en estos casos no vale para nada. Tendría que llamar. Tampoco era ninguna tragedia. No se veía a nadie en la escalera. Nos abrazaríamos allí en el descansillo.

Presioné el timbre una sola vez para que no identificara mi modo característico de llamar. Mientras esperaba, separé con el pie la bolsa de la ropa. No debía molestar durante el abrazo. Ya se oían sus pasos. Humedecí los labios. El primer beso después de diez semanas tenía que estar bien preparado. Se oyó el cerrojo. Ante no lo había. Teresa habría tenido miedo, y lo habría mandado colocar. Por fin, se abría la puerta lentamente. No debía abalanzarme. Deseaba ver la sorpresa en su rostro a cierta distancia. No estaba la puerta ni medio abierta cuando asomó tímidamente la cabeza, manteniendo el seguro colocado.

¡ No era Teresa ! Era una señora mayor, delgada, con el pelo casi blanco, que miraba con desconfianza y sostenía la puerta para impedirme la entrada.

-¿ Qué desea ?
-Perdón. Me he debido equivocar. Venía al cuarto derecha.
-Este es el cuarto derecha. ¿ A quién busca ?
-¿ El cuarto derecha ? Es imposible.
-Este es el cuarto derecha. Lo ha sido siempre.
-Me habré equivocado, entonces, de portal. Claro. Por eso, no podía abrir la puerta de la calle. Voy al número cinco.
-Este es el número cinco de la calle Sendeja.
-¡ No puede ser ! ¿ Acaban Vds. de comprar este piso ?
-¿ Comprarlo ? Yo vivo aquí desde que me casé.
– Tiene que haber una confusión. ¿ Está segura de que es el cuarto piso del número cinco de la calle Sendeja ?
– ¿ Vd. qué pretende ? ¿ Me está tomando el pelo ? Váyase a su casa y déjeme en paz.
-Esta es mi casa. Yo vivo en el cuarto piso del número cinco de la calle Sendeja.
-Si no se va, tendré que llamar a la policía.
-Vivo en este piso desde hace cinco años. Aquí debía estar mi familia.
-Vaya a buscarla a otro sitio. Aquí no está.
-¿ Dónde puedo buscarla ? No tengo otro sitio donde ir. Me fui hace dos meses a un curso y dejé aquí a mi esposa y a mis hijos.
-Eso es imposible. Nosotros vivimos aquí desde hace cuarenta y dos años.
-Los dejé aquí. Estoy seguro. No tengo ninguna duda. Este es mi piso. Lo compré hace cinco años y todavía no he terminado de pagarlo.
-Tengo que cerrar. No puedo perder más tiempo.
-¡ Espere un momento, por favor !
-Lo siento. ¡ Adiós !

Se oyó cómo la anciana volvía a cerrar la puerta con cerrojo, y cómo levantaba la mirilla para observarme desde dentro. Me quedé inmóvil. No sabía qué hacer. Me senté en el borde del descansillo sobre la primera escalera. Tenía la mente en blanco. Mi imaginación visual estaba vacía.

Me levanté. Encima de la puerta del ascensor volví a leer: ‘cuarto piso’. Evidentemente, ésa era la mano derecha. Me acerqué para palpar la puerta. Era mi piso. No había ninguna duda. No estaba sufriendo ninguna alucinación. Podía llamar de nuevo. Quizá todo había sido… ¿ Qué podía haber sido ? Ese era mi piso. No había ninguna duda. Pero la señora anciana seguía detrás de la mirilla. Se la oía respirar con temor. No había tampoco ninguna duda.

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